La división social y sexual del trabajo impuesta por el sistema capitalista patriarcal supuso históricamente un lugar de subordinación y desigualdad para las mujeres. Los varones, pares de clase social, serán afectados por la explotación laboral, pero obtendrán un poder simbólico y real, que podrán ejercer sobre los cuerpos femeninos y feminizados, muchas veces con violencia.

Este orden general como sistema de poder, tiene también su correlato en la construcción de sentidos y subjetividades. No hace tanto tiempo que la identidad femenina estaba exclusiva e indisolublemente ligada a la maternidad y lo doméstico. Como el lugar de la realización, identidad y pertenencia. El trabajo reproductivo y de cuidados –invisible, sin valoración económica, ni social- ha impuesto a las mujeres un ingreso a otros territorios que el doméstico, desde un tiempo limitado. Podemos hacer otras cosas, en el campo artístico, laboral o social, pero eso sólo se despliega como complemento, de las tareas generizadas, maternales y domésticas.

Existen testimonios de las resistencias a esta convocatoria a una ciudadanía tutelada e incompleta en todos los tiempos. Las rebeldías frente a la opresión patriarcal son tan antiguas como el patriarcado mismo, que se cuenta milenario. No nos vamos a ir tan lejos, sólo recordar algunos hitos de la mitad del siglo pasado, que es un tiempo bisagra en la historia de la presencia de las mujeres en el espacio público, que viene posibilitando poner en cuestión el contrato social de la modernidad capitalista, racista y patriarcal. La necesidad del sistema de incorporar masivamente a las mujeres en el trabajo remunerado contribuyó en la posibilidad de contar con autonomía económica, lo que amplió el horizonte hacia las otras posibles autonomías: como la política y la del propio cuerpo. No sólo en los aspectos de sexualidad y reproducción, sino también en las denuncias a las diversas violencias.

Desde los feminismos se ha venido sosteniendo históricamente la necesidad de construcción de autonomía y emancipación. Teníamos la experiencia personal muchas, pero también la intuición de que el lugar doméstico -como excluyente e impuesto- era una convocatoria a la insatisfacción, la tristeza y el desaliento. Por el contrario, la participación comunitaria, social, laboral, política, la construcción colectiva pluralizaba y ampliaba nuestra posibilidad de aspirar a la igualdad y la libertad, así como los niveles posibles de felicidad.

Desde las mujeres sindicalistas y de organizaciones populares hace tiempo venimos sosteniendo que es necesario revisar la relación trabajo-familia, la división entre trabajo productivo y reproducción de la vida. Avanzar en la corresponsabilidad social, estatal, empresarial respecto a los cuidados. Volver a cargar de contenidos diversos y accesibles la histórica consigna igual salario por trabajo de igual valor. Animarnos a cuestionar cómo se valoran los trabajos en esta sociedad. Convocar a los compañeros varones a hacer un movimiento similar al que hemos realizado las mujeres hacia el espacio público, en su caso hacia lo doméstico. Algo central para reconfigurar nuevas masculinidades, tan necesarias para la erradicación de la violencia de género.

Está claro en las investigaciones y estudios científicos sobre desarrollo humano, que la programática feminista es algo más que una ilusión. Proponemos temáticas y perspectivas que piensan el desarrollo centrado en las personas y lo comunitario, frente a la maximización de las ganancias financieras, que sólo nos llevan a lugares de tristeza y desazón. Esto sólo es posible desde un proyecto que tenga al trabajo y la inclusión como ejes centrales de sus propuestas. Vale la pena siempre aspirar al amor y la igualdad.

* Secretaria de Género de la CTA de los Trabajadores.

Fuente: Página/12
Foto: Andrés Macera

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