Desde la zona de confort, el terrorismo es obra de locos y desclasados; extremistas realmente muy malos e inadaptados sociales. Un kamikaze que no vacila en el sacrificio de su propia vida para sembrar el terror no puede ser otra cosa que eso; un loco. En cambio atacar en forma precisa blancos militares a decenas de miles de kilómetros con drones y misiles inteligentes, con colaterales que pueden alcanzar decenas de muertos civiles, es guerra racional en defensa de la democracia. Si hay muertos en París, jóvenes y blondos, la prensa publica sus biografías y hasta las cartas de despedida de sus seres queridos. “Podrías haber sido vos” destacan reclamando empatía; al fin y al cabo “todos somos Francia” y Facebook brinda la opción del velo de la bandera tricolor para la foto de perfil. En cambio, de los 70 mil niños muertos en la guerra de Irak hasta 2006, por citar un ejemplo, nadie recuerda un solo rostro. Simplemente no existieron. No aceptar estos enfoques maniqueos reclamaría automáticamente aclarar que no se pertenece al bando de los malos absolutos, pero estas contradicciones no se abordan aquí. Sólo se suman algunos datos económicos simples para acercarse a procesos históricos complejos.

El dato económico más claro aconteció inmediatamente después de los atentados combinados en París la noche del viernes 13. No sucedió en las zonas de guerra, sino en las bolsas de valores. Las principales firmas proveedoras de armas que cotizan en las plazas bursátiles de Estados Unidos y Europa aumentaron su capitalización en cerca de 15.000 millones de dólares. La lenta pero persistente suba de la acciones comenzó el mismo lunes y hasta el jueves no se había detenido. En Wall Street se destacaron la Boeing, proveedora de cazas y bombarderos, que ganó 3500 millones de dólares, la fabricante de misiles Lockheed Martin, que engordó 2500 millones, y la productora de radares y misiles Raytheon, que cotizó 1700 millones más. Entre las beneficiadas también estuvieron Northrop Grumman, General Dynamics y la fabricante de destructores Ingalls Industries. En Europa las más enriquecidas fueron Airbus, dueña de la proveedora de helicópteros Eurocopter, que se capitalizó en casi 2000 millones de dólares, la italiana Finmeccanica, la británica BAE Systems y la francesa Thales, cuya capitalización creció cerca de 1000 millones de dólares. Estas empresas son la cara visible de la parte más importante del negocio, pero en las bolsas también cotizan, con sellos cambiantes, las contratistas privadas que asisten militarmente en los territorios, un nuevo fenómeno reflejo de la creciente privatización de la guerra, con menores costos simbólicos y económicos para gobiernos y ejércitos.

Detrás de estos movimientos, como siempre que se habla de economía, no hay buenos y malos, sino la cruda y despojada racionalidad predominante de los inversores. Frente a cada atentado espectacular se sabe que la respuesta será siempre más guerra, no por la naturaleza agresiva de los contendientes, sino por la lógica inmanente del capitalismo emergente de la Segunda Guerra Mundial: el keynesianismo bélico encarnado por el complejo estatal militar industrial estadounidense y sus espejos europeos.

Se calcula que sólo en Estados Unidos hay más de 10 millones de personas que trabajan para la industria bélica. Pero el complejo, como lo denominó el “héroe” de la Segunda Guerra y dos veces presidente Dwight Eisenhower, también ocupa a ejércitos de “intelectuales” en los distintos servicios de inteligencia, desde la CIA a la NSA, agencias que consumen un presupuesto anual de más de 50.000 millones de dólares. La tarea de las agencias no es sólo de vigilancia, sino también de generar demanda para las firmas bélicas. En realidad, el complejo funciona sobre tres patas, la industrial propiamente dicha, la política y la comunicacional. La primera es la producción, una dimensión fascinante que empuja no sólo la industria estadounidense sino también el desarrollo tecnológico mundial. La segunda es la generación y distribución de los contratos públicos que alimentan el sistema, un sofisticado entramado político, ejecutivo y de think tanks, con funcionarios que rotan entre el Congreso, los centros de estudio y la conducción de las empresas, un verdadero sistema de “puerta giratoria” y ocupación permanente para sus integrantes. Las voces críticas denuncian la elevada discrecionalidad habilitada por este sumatoria de complicidades tácitas entre congresistas, empresarios y lobistas de todo tipo. En este punto resulta notable que siempre que se discute la austeridad del sector público, los recortes son para salud o educación, pero nunca para el complejo de defensa. La tercera dimensión es la legitimación del funcionamiento interno del sistema y la creación de enemigos, tarea que es cumplida tanto por la prensa, local y global, como por las agencias de inteligencia. El dato característico es que tras el fin de la guerra fría el enemigo pasó del comunismo al terrorismo, pero con eje en el control de espacios territoriales donde abundan recursos naturales estratégicos como los hicrocarburos. Pero no todo es petróleo; los contratos se multiplican desde la fabricación de armamentos a la logística del abastecimiento de tropas, las contratistas privadas, armadas o no, la reconstrucción de las zonas destruidas y el aprovechamiento de los recursos controlados.

Quien mejor describió los riesgos de este sistema fue precisamente el presidente bajo cuyas administraciones se consolidó el complejo. En su recordado y premonitorio discurso de despedida de 1961, que vale la pena citar textualmente, Eisenhower señaló que la “conjunción de un inmenso sistema militar y una gran industria armamentística es algo nuevo para la experiencia norteamericana. Su influencia (...) es palpable en cada ciudad, cada parlamento estatal, cada departamento del gobierno federal. Reconocemos la necesidad imperativa de esta nueva evolución de las cosas. Pero debemos estar bien seguros de que comprendemos sus graves consecuencias. (...) En los consejos de gobierno, debemos estar alerta contra el desarrollo de influencias indebidas, sean buscadas o no, del complejo militar-industrial. Existe y existirán circunstancias que harán posible que surjan poderes en lugares indebidos, con efectos desastrosos”.

Para determinar si luego de casi 45 años los efectos fueron desastrosos o no, primero deberían definirse parámetros. Lo que resulta más claro es el carácter estatal, oligopólico, bélico y comunicacional del capitalismo siglo XXI, una totalidad en la que los atentados parisinos no pueden considerarse una anomalía ni una excepción.

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