TELÉFONO PARA LAS CENTRALES SINDICALES

Las primeras planas de todos los diarios del planeta no han ahorrado espacio para sus títulos: el derrumbe de las bolsas preanuncia otros derrumbes. Tampoco los economistas retacearon diagnósticos, pronósticos y medidas cautelares de todo tipo: contracíclicas algunas, recesivas y al ajuste otras. Superado el borde, los gobiernos de las grandes potencias mundiales ya están en medio de algo más que un ataque de nervios. Lo que se mostró primero en Atenas, luego en Lisboa y Madrid, ahora aparece en Londres y en Tel Aviv y nadie asegura que no ocurra en el Bronx o en Berlín o en Tokyo. Hay mucha gente convencida de que no quiere pagar los platos rotos de la fiesta salvaje del capitalismo financiero mundial. En las casamatas del poder real eso preocupa y mucho, pero a los trabajadores les está reservada una cuota más alta de preocupación, sobre todo en Suramérica.

Varios de los gobiernos de la región, incluido el argentino, apuran las tratativas para guarecer a las economías locales del diluvio universal producido por el colapso que se registra en los países centrales. El gobierno de Cristina corre con ciertas ventajas derivadas de sus políticas contracíclicas, del desendeudamiento piloteado ya en los inicios de la gestión de Néstor Kirchner, de las prioridades otorgadas a la dinamización del mercado interno y de la acumulación de reservas. Pero, detrás de esta escena, y al compás de la coyuntura electoral, una verdadera tropa de elite monta guardia en espera del impacto de la crisis mundial sobre la economía y la política argentinas. Ven, en las posibilidades del desequilibrio, la chance que el consenso social no les otorga por la vía de la representación política. No cuesta mucho imaginar la batería de recetas que impondrían si, acaso, el gobierno nacional tuviera que enfrentar situaciones de irrupción masiva, inorgánica y espontánea como las que se producen por estos días en Europa. Sin embargo, ese escenario deseado por la restauración conservadora local, alentado, incluso, con sucesos terribles como los de Jujuy, todavía se choca contra un impedimento formidable: la dilatada experiencia política y sindical de los trabajadores organizados.

La CTA liderada por Hugo Yasky y la CGT coinciden, por estas horas, en reclamar un salario mínimo de $2.600. Las patronales, como era de esperar, se han apresurado a negar esa cifra y nada indica que el despliegue de la crisis mundial les eleve sus umbrales de sensibilidad social. Al contrario, su primer gesto instintivo es el achique, el ajuste, confirmando con ello que la genética neoliberal es mucho más verosímil para ellos que la retórica productivista que ensayan como discurso de ocasión. Claro, no es que en su seno haya ausencia de sectores involucrados en la producción industrial, ni que el conjunto esté directamente determinado por los intereses del capital financiero. Ese bloque de poder, incluso, tiene sus propias contradicciones. Pero hay algo que los unifica: todos y cada uno de sus integrantes siguen contando jugosas ganancias pero carecen del control político que les garantice que, sean cuales fueren las consecuencias de la crisis mundial, el Estado no intervendrá en favor de los que más pueden sufrir los efectos del desplome de las economías centrales. Por eso especulan políticamente y lo hacen al límite. La celeridad con la que negaron el reclamo unificado de la CGT y la CTA –mucho antes de que se reúna el Consejo del Salario- contrasta con el parsimonioso silencio con el que consienten la línea de demolición con la que se busca tumbar a los íconos representativos de las políticas reparatorias del gobierno nacional. Negativa estentórea al aumento del salario mínimo exigido, pero silencio absoluto frente al linchamiento mediático de Madres, Abuelas, el juez Raúl Zaffaroni, los jóvenes de La Cámpora, los intelectuales de Carta Abierta, la conducción moyanista de la CGT, la fractura de la CTA y, como frutilla del postre, la brutal represión en Jujuy.

Frente a este panorama, ambas centrales sindicales tienen una tarea en común que sobrepasa largamente a su reclamo unificado por un aumento del salario mínimo y que va más allá de la coyuntura electoral. Se trata de una plataforma de acuerdos elementales para la acción que pasa por el impulso de un pacto federal de no represión al conflicto social, cesión de tierras para viviendas populares y créditos blandos para su construcción, congelamiento de despidos, medidas decisivas contra la pobreza estructural (agua, luz, cloacas, gas, saneamiento ambiental y urbanización de villas y asentamientos), restitución de los aportes patronales, aumento del mínimo salarial no imponible, garantías de inmediata reapertura de paritarias por desborde inflacionario y, en fin, todas aquellas medidas que aseguren un blindaje social frente a los posibles embates de la crisis externa.

En su reciente visita a la CTA, el presidente de la Central Única de Trabajadores de Brasil. Arthur Henrique Da Silva Santos , expresó con envidiable claridad cómo la CUT había apoyado, sin retaceos, los dos mandatos de Lula y el actual de Dilma Rouseff. “Los trabajadores –dijo- sabemos diferenciar muy bien un gobierno neoliberal de otro que impulsa políticas para las mayorías como son los gobiernos del PT con sus aliados. Pero también sabemos que los trabajadores tenemos nuestras propias alianzas y, por lo tanto, defendemos esos intereses con las únicas herramientas que tenemos: la organización, la unidad, la movilización y la lucha”. Sus palabras, en medio del desplome financiero mundial, suenan como un timbre de llamada: es teléfono para las centrales sindicales.-

(*) Sociólogo, Conicet. ARTÍCULO PARA BAE

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