Cuando comenzó la década, jamás se me pasó por la cabeza que la tortilla se podía dar vuelta. Y la verdad, cuando Néstor pasó a retiro a 27 generales, 13 almirantes y 12 brigadieres, descabezó al 75% del generalato y al 50 de la conducción de la Armada y la Fuerza Aérea, me dije “este flaco está loco”. Pensé entonces que me había pasado resistiendo la privatización de mi sector de trabajo durante los 90 y después la Alianza nefasta, para que este flaco me ilusione así. Todavía dudaba.

Pero sin dudas me terminó de ganar para sus filas cuando fue a Entre Ríos y se sentó al lado de los docentes, nuestros docentes, y solucionó un conflicto interminable. Ni hablar cuando lloré junto a mi madre, con la bandera de la Central, el día que entregó la ESMA a los organismos de DDHH. El mismo día que hizo bajar los cuadros de los genocidas. Desde que empezó a hablar hasta que terminó, sentí que era posible, que algo iba a cambiar. Las lágrimas derramadas ese mediodía fueron el desahogo de mi historia de vida, el desahogo de mi propio nombre, Pablo, un nombre que homenajea a un compañero que se llevaron. También desahogo por el maltrato de los 90, de ver a toda una generación sufrir por el hambre y a una clase trabajadora angustiada y que no dejó de pelear para que no le saquen lo poco que les quedaba.

Desde ahí, nunca pare de creer y cada medida de gobierno fue fortaleciéndome como hombre, como ser humano, como trabajador. Cada medida tomada en esta década ganada fue la confirmación que muchos necesitábamos para sentir, por primera vez, que nuestras consignas de resistencia al neoliberalismo no habían sido en vano y, por fin, se hacían realidad. Nadie puede matar la alegría, el amor por el otro, las ganas de pelear y la posibilidad de crecer.

Pero para llegar a crecer hubo que tomar medidas conscientes y consecuentes con el proceso de desarrollo, medidas que tendieron a cambiar la matriz social, cultural y económica. Fueron muchas las medidas, pero hubo algunas muy importantes, como la derrota del intento de imponer el ALCA (“¡Al carajo!”, gritó Chávez), el desendeudamiento del país, con quitas del 75%, la nacionalización del espacio radioeléctrico, la posibilidad de una jubilación para miles de mayores que no tenían la chance o para los que le faltaban aportes, la nacionalización de las AFJP, YPF, Aguas, Correo y Aerolíneas Argentinas, la Asignación Universal por Hijo, el Consejo del Salario, las Paritarias, Cooperativas de Trabajo, Matrimonio Igualitario, Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, la Ley de Género, integrarnos a la Patria Grande, fortalecer el Mercosur y darle curso a la UNASUR. Es cierto que falta, claro que falta, pero también es cierto que para llegar a lo que falta ya tenemos lo más importante. Lo que viene es un deseo inexorable y visceralmente obrero: la felicidad eterna de nuestro pueblo.

En esta década hay mucho de esa felicidad, porque una de las cosas que trajo es vida. Sí, vida. Porque muchos de nosotros no teníamos en la cabeza la posibilidad de formar una familia, sea cual sea la forma en que uno entiende por familia. En esta década tuvimos un marco para tener hijos, casa, trabajo. Y eso es un logro que a veces se oculta y no me refiero sólo a los medios de comunicación. Me refiero a nosotros mismos, que quizás no lo decimos por pudor. Dar vida es un triunfo y así deberíamos vivirlo.

Algo tan simple era impensado para muchos de nosotros, era algo lejano o imposible: un proyecto de inclusión con igualdad, pensar en comer uno, en darle de comer a otro y tener trabajo. Para mí, ese es el mayor logro de esta década ganada, compañeros y compañeras. Puedo decir que podemos dar vida, amor y trabajo, y ese es el mayor logro de esta década. Aquella frase de Néstor, "que florezcan mil flores”, encierra la esencia de este proyecto político cultural, político y económico.

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