Por Eduardo Jozami

Por Eduardo Jozami *
Es difícil ganar una elección si no pueden definirse claramente los términos en disputa o si no se consigue que una mayoría social acepte esta definición. Se ha dicho más de una vez en estos días, pero vale recordarlo: en 1946, en la primera elección del peronismo, si ganó Perón –contra todos los pronósticos– mucho tuvo que ver su acierto en señalar lo que estaba en juego. Mientras los candidatos de la alianza antiperonista se referían a un enfrentamiento entre Democracia y Totalitarismo, el candidato finalmente triunfante veía una opción –un partido de campeonato, la llamó– entre Justicia Social e Injusticia Social.
No es muy diferente la alternativa que se nos presenta en estos días, probablemente con más claridad que en otras oportunidades. El discurso de campaña de Daniel Scioli reitera los conceptos troncales de la tradición peronista en defensa del desarrollo nacional, el trabajo y el mercado interno y la denuncia del Fondo Monetario y el capital financiero, mientras señala, con razones inapelables, que su adversario postula todo lo contrario: el macrismo no apoyó en su momento ninguna de las leyes fundamentales del proyecto kirchnerista destinadas a fortalecer el rol estatal y sus economistas –menos locuaces en las últimas semanas– siguen teniendo una marcada afinidad con las propuestas históricas de Domingo Cavallo y José Martínez de Hoz.
Lo curioso, sin embargo, es que hasta hace pocos días este debate no llegaba a ocupar el centro de la escena. Cuando, desde el FpV, se alertaba sobre las consecuencias de las políticas que aplicaría el candidato de Cambiemos se nos acusaba de ocultar la verdadera discusión: el país, harto de doce años de kirchnerismo, estaba, simplemente, optando por el cambio. Quedaría atrás la Argentina del enfrentamiento, todos juntos deberíamos avanzar tomados de la mano, acompañando a Mauricio y a la gobernadora electa de la provincia de Buenos Aires que abusa de su perfil angelical, salvo cuando sale a justificar la criminal actitud de la Metropolitana baleando a un joven indefenso.
No es éste el momento de la reflexión profunda que nos debemos para entender cómo fue posible la penetración de ese discurso que banaliza el cambio, por qué la mera convocatoria a caminar juntos pudo lograr adhesión en algunos sectores populares (aunque no estuviera claro hacia dónde se nos convocaba a marchar), pero lo cierto es que hasta el momento del debate seguía resultando difícil desplazar esa idílica visión de una Argentina llamada a ser feliz por una mirada realista sobre un país que no puede seguir avanzando si la mayoría no toma conciencia de los peligros que amenazan torcer el rumbo.
Las cosas comenzaron a cambiar después de que nos sorprendió el resultado electoral de la primera vuelta, cuando en pocos días tomó forma algo que, en realidad, nunca habíamos creído, que Mauricio Macri podía llegar a ser presidente. Eso se tradujo, de inmediato, en el alerta de quienes advirtieron que tenían mucho que perder con ese cambio, rompiendo la modorra que había caracterizado la previa campaña electoral. Los sindicatos convocaron a defender las paritarias, achicando el espacio de quienes como Hugo Moyano aún buscan el modo de apoyar a Macri: los universitarios recordaron que, rebosando de elitismo, desde Cambiemos se criticó la creación de nuevas universidades y se votó contra la gratuidad; los militantes de género y de la diversidad sexual recordaron la oposición de Gabriela Michetti a los avances más significativos en este terreno; quienes trabajan en los espacios de Memoria se movilizaron en defensa de esas políticas públicas; los investigadores salieron a defender un proyecto, el de Néstor y Cristina, que les asignó un lugar importante para asegurar el desarrollo científico y tecnológico autónomo como política de Estado; los trabajadores de la Cultura desplegaron multitud de iniciativas e inundaron el domingo las plazas que rodean la Biblioteca Nacional expresando su explícito apoyo a la fórmula presidencial del Frente para la Victoria.
Ese protagonismo fue tomando forma en muchas convocatorias que respondieron menos a decisiones cupulares que al deseo colectivo de participar activamente en esta movida que define tantas cosas. Grupos autoconvocados, pequeñas organizaciones políticas, ciudadanos que decidieron sumarse: en esta ciudad y en muchos otros lugares del país volvieron a correr aires asamblearios, buena noticia que, incluso trasciende el hecho electoral, aunque naturalmente hoy éste requiera la atención excluyente.
Ese espíritu de la mejor militancia se vio hace quince días en Parque Centenario, en Lezama, en la exaltación del reciente plenario de Rosario, en la multitud que –a pesar de todo– se congregó el sábado en el Obelisco, en las esquinas de todo el país donde pequeños grupos distribuían los volantes que ellos mismos habían redactado e impreso, en las mil maneras en que se expresa el pueblo cuando quiere hacerse cargo de su propio destino.
Faltaba algo, sin embargo. Era necesario que nuestro candidato hablara frente a su adversario, explicara claramente su proyecto ante millones de teleespectadores poniendo en evidencia la vacuidad del discurso de Mauricio Macri, que lo intimara a que respondiera sobre las consecuencias que para los sectores populares inevitablemente tendría la devaluación, mostrando de este modo que Cambiemos oculta su propuesta y rehúye cualquier debate racional. Esto ocurrió en la noche del domingo, y desde entonces, pienso, espero, quiero creer, se ha inquietado la conciencia de miles de argentinos que tal vez desconfíen de este gobierno, que, quizá, entusiasmados livianamente con la idea del cambio quieran creerle a Macri, pero que se preguntarán por qué el candidato de Cambiemos quedó sin respuesta cuando se hablaba de la devaluación y el ajuste. Estas palabras difícilmente abandonen ya estas conciencias inquietas que habían creído posible ignorarlas.
Desde la noche del domingo, el sortilegio comienza a derrumbarse, el discurso de los globos y las caras felices revela su vacuidad cuando se lo interpela como lo hizo Daniel Scioli el domingo. Como en todas las grandes encrucijadas de la historia, la lucha entre el pueblo y los privilegios es también la lucha por la razón política contra la confusión y la mentira. Por eso, que los términos de la confrontación empiecen a advertirse más nítidamente es una poderosa razón para el optimismo.
* Director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti.
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