Desde el comienzo de su gestión en la ciudad de Buenos Aires hasta hace pocas semanas, Mauricio Macri prefirió callar sus discrepancias con las políticas de Memoria, Verdad y Justicia que impulsa el gobierno nacional.

Sus resistencias eran evidentes por omisión: nunca se preocupó por la marcha de los juicios contra los responsables del terrorismo de Estado y, en cuanto a los espacios de memoria que se habían generado en la Ciudad –posteriormente transferidos al Ejecutivo nacional– fue notable el abandono en su gestión y mantenimiento. A pesar de esto, Macri mantenía silencio y evitaba la confrontación en torno de un tema en el que las opiniones aprobatorias constituían una clara mayoría. De todos modos, cuán difícil resultaba mantener ese silencio se hizo evidente cuando el macrismo en la Cámara de Diputados fue el único bloque que se abstuvo en la votación que ratificó la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad.

Tras esa actitud prudente del jefe de Gobierno porteño se escondía, sin embargo, una debilidad. Las propuestas sobre derechos humanos no constituyen sólo un aspecto relevante de la gestión iniciada en el 2003: son algo así como su reaseguro ético, una definición ideológica fundamental. ¿Cómo constituirse entonces en alternativa frente al kirchnerismo, en líder de una oposición que cuestiona duramente al gobierno nacional, sin atreverse a enfrentar uno de los temas centrales de esa gestión?

La cuestión aparecía, en principio, como imposible de resolver, porque las encuestas seguían mostrando que una holgada mayoría apoya las políticas de Memoria, Verdad y Justicia –60 por ciento, contra un 36 que tiene opinión negativa, según una medición de Ricardo Rouvier para la ciudad de Buenos Aires, a comienzos de diciembre– y, naturalmente, no aumentarían las chances presidenciales de nadie que arremetiera contra esa mayoría. En ese punto, en el que ambas posturas polares –aprobar o condenar– resultaban malas para fortalecer la identidad y las perspectivas electorales del macrismo, apareció una solución que no pudo salir sino de la imaginación de Jaime Duran Barba, el asesor talentoso y de- saprensivo, el mismo que sorprendió a propios y extraños cuando señaló a la inteligencia como el rasgo más saliente de la personalidad de Adolfo Hitler.

La nueva orientación que se advierte desde hace unas semanas supone cuestionar las políticas de Memoria, Verdad y Justicia, pero evitando condenar los aspectos centrales que la mayoría de los argentinos atesora como logros: la promoción de los juicios, la recuperación de la ex ESMA y de otros Espacios de Memoria. Tres han sido, hasta ahora, las argumentaciones del macrismo en esta ofensiva que avanza por los márgenes: condenar los curros que se habrían cometido al amparo de las políticas de derechos humanos, haciendo referencia al caso de Sergio Schoklender; señalar –como también lo hizo Sergio Massa– que una atención excesiva por los temas del pasado podía llevar a desatender los derechos humanos del presente, y finalmente que esas políticas se estaban llevando a cabo con un ánimo de venganza que tendría más peso que el afán de justicia.

La actuación de Schoklender en la Asociación Madres de Plaza de Mayo dejó un saldo negativo para el Movimiento de Derechos Humanos. Aunque aún falta un pronunciamiento judicial, es evidente que el modo de gestionar la entidad como ejecutivo de una gran empresa, los gastos desmesurados y los perjuicios que finalmente resultaron para la asociación permiten hacer un balance claramente negativo. La propia titular de las Madres ha criticado la conducta del administrador y ha deslindado responsabilidades. Seguramente fue equivocado dar a Schoklender la confianza absoluta que se le dispensó, pero pretender extender el cuestionamiento sobre la acción del administrador –que compartimos– a la entidad de Madres y al movimiento de derechos humanos, en general, es un despropósito que no encuentra razones en que sustentarse. También se aprende de los errores y por eso debe conocerse mejor lo ocurrido para que comprender cómo fue posible el encumbramiento
de quien nunca debió alcanzar tales funciones. Pero el necesario reconocimiento de este negativo episodio permite resaltar más su carácter excepcional en relación con la trayectoria de Madres, Abuelas y el activismo de derechos humanos que –en tiempos en que la política acumulara un merecido desprestigio– dieron al país una lección de ética y firmeza de convicciones.

El segundo argumento que busca afectar las políticas de derechos humanos con algún rodeo se refiere a la despreocupación del gobierno nacional por lo que Macri llama los derechos humanos del siglo XXI. Es decir, no se cuestiona directamente esas políticas, pero se lamenta que no se dedique el mismo esfuerzo a las situaciones actuales que puedan implicar violaciones a los derechos humanos. Esta argumentación se manifestó en los comienzos del kirchnerismo, aprovechando una coyuntura en la que la gravedad de la crisis social impedía mostrar rápidos resultados de las políticas dirigidas a mejorar la situación de los sectores populares. Mientras los gestos simbólicos de Néstor Kirchner –la bajada del cuadro de Videla o la recuperación de la ESMA– tenían efectos políticos muy contundentes, las propuestas orientadas a paliar la crisis social tardaban en mostrar sus resultados. Pero luego de la adopción de medidas como la Asignación
Universal por Hijo y el matrimonio igualitario, hoy las políticas de inclusión y de expansión de derechos –aunque quede mucho por hacer– muestran logros no menos importantes que los que tienen que ver con la historia argentina de los ’70.

En consecuencia, el panorama político argentino no presenta una polarización entre partidarios de los derechos humanos del presente y del pasado sino la confrontación entre quienes –con Cristina– quieren avanzar en las transformaciones y quienes se oponen al cambio. No es casual que el mismo gobierno que desde el 2003 inició un profundo proceso de reformas sea también el que promueve justicia y reparación para los males del pasado. Quienes carecen de sensibilidad social y decisión política para enfrentar a las corporaciones seguirán en deuda con los reclamos de ayer y de hoy.

Finalmente, Macri ha señalado que la venganza mueve las acciones contra los responsables del terrorismo de Estado. Lo hizo con la suficiente imprecisión como para que no se dijera que reclama el fin de los juicios, del mismo modo que Massa habló del cierre de la etapa de los derechos humanos sin mencionar indultos ni amnistías. El jefe de Gobierno porteño pudo apoyarse en la sorprendente irrupción del ex fiscal del juicio a las Juntas Militares, Julio César Strassera, quien calificó muy duramente –usando el término venganza– que se negara la prisión domiciliaria a algunos condenados por delitos aberrantes. El ex fiscal no recordó en su declaración cuántas veces algunos de los procesados en estas causas violaron las normas de la prisión domiciliaria, lo que por sí solo justificaría la adopción de normas de máxima seguridad.

Resulta irritante que se considere la venganza como motivación de las políticas de derechos humanos y de la acción de la Justicia, si recordamos que ningún familiar de desaparecido ni ningún militante de la causa de los derechos humanos recurrió a la violencia contra los responsables del golpe militar y de los crímenes de lesa humanidad. Probablemente es esa misma magnitud del agravio lo que excluyó el recurso a la venganza: sólo la Justicia en esta circunstancia podría encontrar reparación adecuada para toda la sociedad. En momentos de escribir esto, viene a mi memoria una experiencia juvenil. En 1963, luego del triunfo de la revolución de independencia en Argelia, asistía a una conferencia de prensa en la que se referían los horrendos crímenes cometidos por las tropas francesas de ocupación. Abrumado por el relato, el corresponsal del diario del Partido Comunista Francés dijo, como para sí mismo: “No podrán sino odiarnos después
de esto que hemos hecho los franceses”. La respuesta provino de una joven militante cuyos grandes ojos negros albergaron, de pronto, una mirada serena: “Hemos sufrido demasiado como para poder odiar”.

No me animaría a decir que no exista un resto de odio en los familiares que han perdido a sus hijos o en quienes seguimos añorando a nuestros compañeros queridos, pero ese sentimiento individual deja paso a otro más poderoso que nos convoca a todos y que se expresa en la consigna de Memoria, Verdad y Justicia. Verdad porque sin ella será muy difícil comprender lo ocurrido en el pasado y su perduración en el presente, Memoria porque es en el recuerdo de las luchas populares que encontramos fuerza e inspiración hoy para construir un país mejor y Justicia porque –más allá de su función reparadora– sólo en ella puede fundarse un orden que permita avanzar hacia formas más avanzadas de convivencia social.

* Director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti.

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