En la era neoliberal, como parte de los intentos de descalificación del Estado, se ha desatado sistemática campaña en contra de pagar impuestos. Total, el Estado desplifarra, alimenta a burócratas inútiles para la sociedad, es fuente de corrupción, no devuelve a la gente lo que recauda. Pagar impuestos, de ese punto de vista, es ser extorsionado por el Estado, es entregarle una parte de lo que uno conquista con su propio trabajo.

Además, el Estado haría mal uso de los recursos que extrae de las personas, incentivando que la gente no trabaje y viva de los beneficios de políticas públicas. Subsidiando el consumo de personas en lugar de impulsionarlas a ganar su vida con el sudor de su frente.

Generado y fortalecido ese razonamiento, la gente reacciona mecánicamente frente a cualquier impuesto: lo rechaza con bronca, con odio, reforzando los mecanismos de defensa frente a una nueva ofensiva del monstruo Leviatán.

Sin embargo, la forma en que el Estado obtiene recursos para sus políticas es mediante la recaudación. Un mecanismo que, en lugar de desconcentrar renta, contribuye para concentrarla más. Porque las estructuras tributarias son socialmente injustas: el que gana más, paga menos; el que gana menos, paga más.

Gran parte de los impuestos son indirectos, es decir, el pobre y el rico pagan lo mismo. Mientras que las grandes empresas gozan de subsidios e incentivos tributarios de parte del Estado, se valen de la ley tributaria para burlar los impuestos, engañan, envían plata a paraísos fiscales (de que el HSBC de Suiza es sólo un ejemplo). Como resultado, en vez de redistribuir renta, la estructura tributaria concentra todavía más la renta en nuestros países.

Pero cada vez que un gobierno –a nivel nacional, provincial o de las ciudades– intenta corregir esas deformaciones, se enfrenta a una brutal campaña mediática y política, llevada a cabo por el gran empresariado –el más grande beneficario de la estructura tributaria actual—, el monopolio de los medios de comunicación, los partidos de derecha y fuerzas que, aun bajo el manto de intereses populares –ONG y otras—, se oponen al Estado y a la búsqueda de recursos de los sectores más pudientes para sus políticas.

Las experiencias de intentos de hacer aprobar reformas tributarias socialmente justas, donde la gran mayoría de la población es beneficiaria –sea porque deja de pagar, sea porque pasa a pagar menos– suelen frustrarse. Ello se da no sólo porque lo congresos suelen estar dominados por distintos lobbies vinculados con empresas, a las que no gusta nunca una Justicia tributaria. Sino también porque el gran empresariado –al cual le tocaría ser el único sector que pagaría más– aliado a los medios monopolistas, logran movilizar a sectores de clase media, así como incluso sectores populares, en contra de esas iniciativas. Es decir, sectores que serían beneficiados directamente por una reforma tributaria socialmente justa, terminan siendo dirigidos por los grupos que tendrían que pagar mas impuestos, para oponerse a una iniciativa, que va en la dirección de sus intereses.

Ello ha pasado en varios gobiernos, en distintos niveles y circunstancias, en muchos países, en que los medios de comunicación lideran campanas para defender a los más ricos.

El caso de Ecuador es solamente el más reciente. Dos proyectos de ley del gobierno, uno de elevación de los impuestos a las herencias, otro a la plusvalía, que afectaran a penas a dos por ciento de la población –los más ricos—, encuentra resistencia en sectores medios y hasta populares, llevados por el engaño y la mentira. Increíble el milagro –o, mejor, la alienación– de sectores medios, que van a pagar menos con la nueva estructura tributaria, que va a recaer sobre los más ricos, salir a defenderlos.
Es un mecanismo alienado que reposa en el prejuicio general de que el Estado actúa en contra de la gente, en contra las personas, en contra de los individuos. Como si el Estado no fuera responsable por toda la estructura pública de educación y de salud, de la que puede disfrutar toda la población. Como si el Estado no fuera el encargado de atender a los sectores perjudicados por los mecanismos de concentración de renta, con políticas sociales que benefician a los sectores más marginalizados y fragilizados.

Pero la ideología individualista y egoísta se pregunta siempre, “¿cuánto gano yo? ¿cuánto voy a perder?”, impide a esos sectores hasta de darse cuenta de que se beneficiarían con una estructura tributaria más justa.

Se alían entonces sectores del gran empresariado –donde el sector financiero tiene un rol importante—, de partidos de derecha, de los monopolios privados de los medios de comunicación, que arrastran a sectores de clase media y de algunos sectores populares, así como a grupos de ultraizquierda, para oponerse a reformas tributarias socialmente justas. Se trata de un fuerza política, que por distintos intereses, enfrentan los gobiernos populares. Se valen del sentimiento contra los impuestos, forjado cotidianamente por los monopolios mediáticos privados, en su campaña de criminalización del Estado, para movilizar a sectores diferenciados en una pelea en que buscan inviabilizar las políticas gubernamentales.

En democracia, el que gana más, debe pagar más. El que gana menos, debe pagar menos o nada.

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