Varias décadas de desmantelamiento de la escuela pública: 1976/2003, tuvieron graves consecuencias estructurales en términos de desresponsabilización del Estado Nacional respecto del financiamiento educativo, con un deterioro progresivo de las condiciones de enseñar y aprender en un contexto de pauperización de capas muy amplias de la sociedad y de desestructuración del Estado de Bienestar.

La retirada del Estado en el período de profundización de las políticas neoliberales tuvo además un alto impacto en términos de daño en las condiciones simbólicas que hicieron fuerte en el siglo XX a nuestro sistema educativo. El Estado educador fue reemplazado por el Estado subsidiario. Se llegó al extremo de cerrar institutos de Formación Docente y en algunas provincias sólo se formaron docentes en instituciones privadas de dudoso nivel académico.

La implementación de dispositivos tecnocráticos y la eliminación del control de los docentes sobre su proceso de trabajo, afectó además la autoridad pedagógica entendida como autoría de los/las trabajadores/as de la educación. Desautorizados por el propio Estado se encontraron con enormes dificultades para tomar decisiones pedagógico-didácticas en un cotidiano escolar sumamente complejo ya que la autoridad parental también está en crisis y la propia autoridad estatal fue profundamente dañada durante la dictadura cívico-militar y las políticas de desguace de los ’90. El juzgamiento y condena de los genocidas es fundamental en el proceso de reponer autoridad estatal.

Hace apenas cinco años logramos la derogación de la nefasta Ley Federal de Educación y la sanción de la nueva Ley de Educación Nacional que consagra a la educación como derecho social y al Estado como su garante y responsable del financiamiento educativo. Hay muchas provincias que aún no han cambiado sus leyes. Recién este año egresan los primeros profesores del nivel inicial y primario con los nuevos planes de formación que dan cuenta de las necesidades que nos plantea esta etapa.

Esta compleja combinatoria de factores a la que debe sumarse una intensa campaña mediática destinada a instalar que aunque se haya invertido más, “la educación está cada vez peor”, es el contexto en el cual se inscriben algunos hechos de violencia social que se expresan hoy en nuestras escuelas, que no son islas y reflejan los conflictos sociales.

En pocos días se hicieron denuncias sobre tres hechos violentos, uno de ellos de suma gravedad, en los cuales madres y padres agredieron a docentes. Estos sucesos que eran impensables cuando el contrato familia-escuela-docentes, garantizado por el Estado, estaba plenamente vigente, comienzan a ser más frecuentes, sin llegar a ser masivos como se pretende desde medios sensacionalistas. Esto nos obliga tanto a educadores, como a autoridades educativas a diseñar acciones que permitan abordar situaciones de este tipo.

Un intenso y urgente proceso de reautorización de la escuela y los docentes no depende sólo y simplemente de la voluntad y el compromiso de los actores del hecho educativo, depende centralmente de las políticas públicas que garanticen las condiciones de posibilidad para la reconstitución de la autoridad de los docentes.

Algunos factores de urgente resolución son: incrementar la cantidad de escuelas de jornada completa; formación permanente en servicio; tiempos pagos para la realización del conjunto de tareas pedagógicas: planificar, evaluar, relacionarse con las familias y la comunidad; incorporación de equipos interdisciplinarios para hacer intervenciones institucionales; articulación con las áreas de salud; desarrollo social y derechos humanos a nivel nacional; provincial y local para trabajar la prevención de situaciones de alta vulnerabilidad social; bajar las tasas de repitencia y sobreedad; mejorar la asistencia de docentes y alumnos; prevenir la salud laboral; potenciar el papel de la supervisión educativa, etc.

Es imprescindible superar la situación de victimización para poder transformar la realidad de nuestras escuelas y reponer la necesaria asimetría que debe haber entre adultos y niños, niñas y adolescentes; ente docentes y estudiantes. Esta asimetría nada tiene que ver con el disciplinamiento autoritario, sino que es determinante como punto de referencia para poder crecer y aprender. El papel de los adultos significativos es fundamental para reanudar el lazo familia-escuela.

Potenciar la dimensión ético-política de nuestro trabajo construye sentido y fortalece la acción educativa, en una escuela en la que el conocimiento recupere centralidad y sea vehículo de construcción de derechos.

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