El DNU 70 y el Proyecto de Ley Ómnibus enviados al Congreso Nacional por el presidente Javier Milei representan -tal como él mismo y su entorno lo han manifestado- un intento de reconfigurar el orden político, social y económico en nuestro país, instaurando las bases que, esperan, hagan posible y perdurable un régimen de dominación que asegure la acumulación de riquezas de un pequeño grupo privilegiado que jamás ha dejado de añorar un país a la medida de su voracidad, ambición, ausencia de patriotismo y falta de humanidad.

Ambos paquetes de medidas, que implican un atropello directo a los derechos de nuestro pueblo y a la democracia republicana que nos hemos dado como sistema de gobierno, pretenden justificarse sobre la base del diagnóstico de una crisis multidimensional que, en su visión, ameritaría tanto el carácter necesario y urgente del decreto como la pluralidad de materias abordadas en el proyecto de ley.

Este proyecto incluye en primer término una desmesurada cesión de facultades legislativas al Poder Ejecutivo, de cuya efectivización se derivaría la absoluta anulación de la función parlamentaria, e incorpora en su articulado la aprobación del DNU 70. La maniobra procedimental, el contenido de ambos instrumentos y el modo en que se está desarrollando en estas horas el debate en el plenario de las pocas comisiones que se han constituido en la Cámara de Diputades, no hacen más que ratificar la vocación autoritaria que sustenta el afán del gobierno de “hacer tabla rasa” y refundar un país férreamente ordenado en la clave de la desigualdad.

A través de la derogación y modificación de un número exorbitante de leyes -más de 300 en el DNU 70/2023 y otras tantas en el Proyecto Ómnibus- se pretende desregular la economía y liberar la acción de los grupos que concentran el poder económico a nivel nacional e internacional, reducir la capacidad del Estado para proteger derechos y orientarlo a resguardar los intereses del gran empresariado, y suprimir los derechos de les trabajadores y de la ciudadanía en general, con el propósito de precarizar y devaluar el trabajo, al tiempo que se limitan las posibilidades de organización y manifestación de los reclamos que, previsiblemente, esas mismas medidas generarán.

Contra toda evidencia, el actual presidente ha negado reiteradamente la existencia de las brechas de género en nuestra sociedad. Esta postura no sólo habla de un prejuicio ideológico, sino de una concepción de la organización social que encuentra en el patriarcado un factor decisivo para asegurar la desigualdad de poder y las condiciones de su reproducción. Las feministas hemos explicado una y otra vez la comunión fundamental del orden capitalista y el patriarcado en tanto régimen cultural, social, político y económico que duplica la explotación de, por lo menos, la mitad de la clase trabajadora para seguir reduciendo el valor de la fuerza de trabajo y también para disciplinar al conjunto manteniendo a las mujeres y diversidades enajenadas de la vida pública, sometidas a vigilancia y agredidas por la violencia.

Porque la brecha de género existe, todos los agravios a las condiciones de vida de los sectores populares -incluida la clase media- repercuten siempre de manera mucho más gravosa en mujeres, diversidades y niñeces. El aceleradísimo incremento del costo de alimentos, transporte, energía, alquileres y medicamentos, junto a la devaluación de salarios y jubilaciones, ya está impactando de una manera dramática en las familias trabajadoras, y más aún en aquellas en las que son mujeres quienes están al frente, porque tenemos ingresos más bajos, empleos más precarios y más responsabilidades de cuidados.

Todas las medidas -vía DNU o proyecto Ómnibus- que desregulan la economía, y aquellas que desarticulan normas y áreas del Estado cuya función es proteger y promover derechos, atentan contra el bienestar de todas las personas que no están atrincheradas en la riqueza y los privilegios de que disfrutan unos pocos, pero siempre aún más en quienes más necesitan la presencia de un Estado que resguarde el bienestar de las personas y promueva la igualdad allí donde la ley de la selva del mercado produce desigualdad.

Pero el proyecto político que se pretende vehiculizar a través de estas normas requiere, además, disciplinar al pueblo, desarticular sus organizaciones y suprimir la movilización y la protesta social. También necesita -en ese marco- llamar a las mujeres al orden (del patriarcado), invisibilizar a las personas que perturban ese mismo orden cuando asumen identidades rebeldes, y, por supuesto, disciplinar al movimiento feminista.

Por eso el proyecto Ómnibus destroza la Ley de los Mil Días, sustituyendo la perspectiva de género por el binarismo biologicista y maternalista, y trocando la perspectiva de derechos por una mirada tutelar, al dejar de dirigirse a “mujeres y otras personas gestantes, y niñas y niños hasta los tres años de edad”, para ocuparse de “madres en situación de vulnerabilidad y niños desde la concepción hasta los tres años de edad”.

La propuesta de reforma colisiona abierta y provocativamente con la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, retomando un lenguaje política, social y jurídicamente retrógrado al hablar del “niño por nacer” y de la condición de niñez “desde la concepción”. En este texto desaparecen las niñas, desaparecen las personas con capacidad de gestar que asumen otras identidades… y desaparecen las mujeres, ahora sólo reconocidas en su condición de madres, y sólo en tanto su condición de vulnerabilidad sea registrada por un dispositivo de detección que promete ir a buscarlas para sujetarlas a una batería de políticas asistencialistas de cuyo repertorio se ha eliminado por completo el objetivo de generar condiciones para el ejercicio efectivo de la autonomía personal. En el mismo sentido, el proyecto Ómnibus se ocupa también de suprimir de la Ley Micaela la definición fundamental de constituirse en un instrumento para luchar contra la violencia por razones de género en la sociedad.

Queremos destacar que la desigualdad de género implica que la crisis y una política que sólo puede agravarla tienen un impacto diferencial -más severo- sobre las mujeres, las identidades en contradicción con la norma heteropatriarcal, las niñeces, las personas con discapacidad, las personas adultas mayores. En esa perspectiva debemos analizar las iniciativas ya mencionadas, pero también la destrucción del sistema previsional solidario; el desguace de la producción nacional, que impactará en pérdida de puestos de trabajo; la modificación de la ley de tierras, que favorecerá a los grandes capitales y a los magnates extranjeros y pone en riesgo la preservación del ambiente; la modificación de la Ley de Salud Mental, y la declaración de la esencialidad de la educación y la salud, que procura cancelar el derecho de huelga.

Debemos considerar, muy especialmente, las consecuencias de una reforma laboral que relaja las sanciones y exigencias a la parte empleadora y favorece, con la informalidad, la precarización del empleo, y que desampara a todos los sectores pero se ensaña perversamente con el trabajo en casas particulares, otra de las actividades altamente feminizadas en nuestras sociedades. La lista de las medidas que nos agreden es mucho más extensa: hay impactos vinculados a la incidencia de la crisis económica y laboral en las condiciones materiales de vida de las personas que trabajan; otros, asociados a la reforma de un Estado que comienza a dar la espalda al pueblo para disponerse a proteger el privilegio de algunos pocos, y consecuencias ligadas directamente al retroceso en derechos y políticas conquistadas para promover la igualdad de género y batallar contra las violencias que se sustentan en esa desigualdad.

Y hay un conjunto de medidas que en tanto apuntan a destruir la capacidad de organizarse colectivamente, movilizarse y manifestar públicamente el desacuerdo, son el complemento previsible -y al mismo tiempo, inadmisible- de un programa antipopular y antidemocrático. Las condiciones que se pretenden imponer para limitar la actuación de los sindicatos y el alcance de los acuerdos logrados a través de la negociación colectiva están claramente dirigidas en ese sentido. La represión de la protesta, las amenazas a quienes participen de manifestaciones, y la persecución penal de quienes las organicen, no tienen otro propósito que completar -junto al apremio que representa el desempleo y la pobreza- el panorama anhelado por las clases dominantes: una sociedad esclavizada, sometida mansamente a los designios de los poderosos, incapacitada para defender el derecho que tenemos a trabajar, vivir, soñar y ser felices en una comunidad solidaria que reconozca y honre el igual valor de nuestra dignidad como personas.

Pero somos mujeres y diversidades trabajadoras que reivindicamos la organización sindical como nuestro espacio de lucha, somos feministas, somos una presencia ya ineludible en el movimiento nacional y popular. Desde esta identidad, desde la diversidad que abrazamos en el reconocimiento de nuestra común condición trabajadora, nos convocamos a seguir construyendo la fuerza colectiva que más temprano que tarde alumbrará la sociedad justa por la que no dejaremos de luchar.

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