El 10 de diciembre festejamos 30 años de gobiernos elegidos por el voto popular, pero es bueno aclararlo, nadie regala democracia. Si hay democracia es porque hubo lucha y resistencia popular. La CTA, como representante de una porción significativa de la clase trabajadora jugó, junto a otras organizaciones sociales y políticas, un rol fundamental en ese proceso.

En la Argentina, estamos viviendo el ciclo más largo de vida democrática. Nuestro país transitó una oscura tradición de golpes militares, siempre orquestados por las oligarquías del poder económico que intentaban poner límites a la expresión de las mayorías. Después del terrorismo de Estado y de esos años en los que sufrimos la pérdida de 30 mil compañeros, la recuperación de la democracia significó también sostener una larga resistencia para pasar a dotarla de contenido vivo.

Durante estas tres décadas atravesamos distintos escenarios. La democracia de los primeros años de Alfonsín, tutelada y con el aliento en la nuca de los militares todavía presentes en la escena política, era una democracia frágil. Había que defenderla como una copa de cristal, frente a los embates de los sectores que, escudándose en el poder militar, se servían de ella para imponer condiciones. Luego atravesamos lo que se llamó la década pérdida: “el menemato”. En ese período, asistimos a la entrega de nuestro país; la irrupción salvaje de las políticas neoliberales de los ’90, el dolor de haber convertido a la Argentina en un laboratorio en el cual se gestaban los ensayos de las políticas de flexibilización y privatización, el intento de municipalización del sistema educativo; el intento de convertir a la salud en un negocio privado, más la transferencia de los servicios hacia las provincias que antes garantizaba el Estado nacional.

Todo ese período fue también un tiempo de lucha y de debate, no tanto contra la amenaza de la dictadura militar sino frente al hecho concreto de la irrupción de la dictadura económica.

Los sectores que fuimos capaces de proclamar nuestra rebeldía, disputamos de manera activa lo que entonces se nos mostraba como irreversible, mientras otros decían y teorizaban acerca del final de la Historia. En esas condiciones, la rebeldía y la resistencia fueron también un acto de disputa en el terreno intelectual, porque hubo que inventar razones en un momento en que el Poder nos ignoraba. Tuvimos que hacernos fuerte en un discurso, el de resignificar la democracia. ¿Democracia era simplemente votar representantes, nuevos miembros de un Poder Ejecutivo que después aplicarían políticas que decidían otros fuera de nuestro territorio? O bien, ¿democracia era aceptar de manera sumisa que nuestras decisiones en el terreno económico y de los proyectos sociales fueran impuestos, simplemente, por un ministro de economía que viajaba a Washington y firmaba una carta de intención?

En ese período, transitamos una democracia de baja intensidad, la democracia que Washington imaginó para los países periféricos. Aquella democracia en la cual la voluntad de las mayorías no podía ser tenida en cuenta, porque las políticas del gobierno tendían a favorecer a las minorías y se aplicaban para expoliar a las inmensas mayorías populares en función del pago de la deuda externa.

En ese tránsito de fin de ciclo aparece la conformación de la Alianza (Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación), casi como un atajo, que a poco de andar se mostró como el cierre, el fin de fiesta del neoliberalismo. Y de la peor manera: con el asesinato de más de treinta compañeros y compañeras víctimas de la represión en las calles en aquellas jornadas de diciembre de 2001. Por medio de esta larga resistencia, los que no nos arrodillamos ante la lógica de los poderosos, ni nos resignamos a aceptar como inevitable la política de desigualdad y exclusión social, pudimos mantener la llama encendida que posibilitó el alumbramiento de la tercera década.

En esa resistencia resignificamos la democracia. La democracia entendida como el avance hacia políticas de contenido social y la recuperación de la política como herramienta a favor de los intereses de las mayorías populares. Ese es el gran debate que hoy tenemos en nuestro país. La democracia sin límites ni fronteras, extendida en el plano de la ampliación de los derechos: civiles, de género, de Pueblos Originarios, de los jubilados. La democracia, entendida incluso como una forma de socialismo, en tanto y en cuanto, no haya límites impuestos desde los poderes fácticos o económicos financieros.

Hoy estamos protagonizando esa puja muchos pueblos de América, particularmente y de manera muy intensa en nuestro país. La puja por consolidar una democracia que tenga sustento en la organización y en la movilización de los sectores populares, que pueda plantearse nuevos horizontes sociales de reivindicación de los excluidos, nuevos horizontes para las minorías discriminadas para que puedan ampliar derechos. Y también, limitar, porque ampliar derechos de las mayorías es limitar los privilegios de las minorías.

Es un momento de intensas disputas, de marcadas contradicciones. Un momento en el que los que poderosos tratan de hostilizar. Arturo Jauretche decía “cuando los pueblos ganan derechos viven esos momentos como momentos de felicidad, de avance y cuando los privilegiados pierden esos privilegios los viven, al revés, con odio, con resentimiento”. De alguna manera, estas dos cosas están tiñendo estos últimos tiempos de nuestra democracia.

El presente, todavía es una tarea inconclusa, llena de interrogantes y también de acechanzas. Los movimientos populares de Argentina y de América Latina, a pesar de todo, siguen su camino de avance. Estamos construyendo una democracia que no es de baja intensidad, que no acepta los límites de los poderosos, que pone en cuestión las razones del dominio imperialista y fundamentalmente que les devuelve a los pueblos la esperanza de vivir en sociedades en las que la indignidad del hambre, la exclusión y la violencia contra los oprimidos, desaparezcan de manera definitiva.

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