Fuente: Página/12

“El recuerdo no es la negación del olvido. El recuerdo es una forma de olvido”, dice Milan Kundera en su libro Los testamentos traicionados. Lo afirma al analizar un cuento de Hemingway, Colinas como elefantes blancos, quizá uno de los más releídos, que consta de cinco páginas casi de puro diálogo. Kundera analiza qué hace Hemingway en ese cuento con el diálogo, cómo logra construir, con frases extremadamente cortas y en su mayoría inocuas (“Se está bien aquí”, “¿Te tomarías otra cerveza?”, “Lo importante es que te sientas bien”) una situación de mucha tensión y vértigo entre dos personajes, “el norteamericano” y “la chica”. El cuento es famoso por tener un tema central, la decisión de un aborto, que nunca en las cinco páginas se menciona sino elusivamente, y que cuando lo hace parece un tajo inevitable que produce la tensión entre él y ella, pero que rápidamente es hundido por los dos en la ligereza de la larga conversación deshilachada, mientras esperan la llegada del tren que los llevará de Barcelona a Madrid en 1940.

Kundera advierte que en ese cuento hay menos indicaciones en el diálogo de los que tendría una obra de teatro. El hombre y la chica, que recién tendrá nombre, Jig, cuando aparezca la primera alusión a “la operación sencilla” que tiene por delante, miran las colinas que rodean a la estación, blancas y sombreadas, que a ella de pronto le parecen elefantes blancos. El no muestra ningún entusiasmo ante esa comparación un poco poética y forzada. Ella quiere que él se entusiasme, aunque no se sabe con qué, si con su metáfora sobre las colinas como elefantes, o si simplemente con ella, quizá sea sólo con ella embarazada. Hay un permanente tono de reproche en su voz, pero velado. Toman cerveza tras cerveza, prueban Anís del Toro, nunca pelean pero mantienen un duelo oculto en sus palabras que siempre se refieren a otra cosa. Y ese duelo vale doble: el lector puede verlos a ambos como duelistas empuñando palabras de circunstancia que esconden lo que realmente quieren decirse o ya se han dicho tantas veces que no quieren volver a pronunciarlas. Y hay otro duelo ahí escondido, que ella expresa en un suspiro, mirando el paisaje y lamentándose ya un poco ebria: “Podríamos tenerlo todo, y lo hacemos tan difícil”.

Kundera dice que Hemingway intentó, en ese cuento, la reconstrucción del diálogo en tiempo presente, que es en realidad lo definitorio de nuestras vidas, “lo que va siendo día tras día”, y de lo que sin embargo no tenemos registro porque “nos hemos resignado a la pérdida de lo concreto del tiempo presente”. Mantenemos un diálogo con alguien y llegamos a casa y se lo contamos a quien nos espera: ya hemos perdido el diálogo real que mantuvimos; se ha perdido como fenómeno acústico y visual; en el relato sobre ese diálogo, aparecen ya sus retazos, sus frases subrayadas, su edición. Por eso el recuerdo no es la negación del olvido sino una de sus formas: “El presente, lo concreto del presente como fenómeno que ha de examinarse, como estructura, es para nosotros un planeta desconocido; no sabemos ni retenerlo en nuestra memoria ni reconstruirlo mediante la imaginación. Nos morimos sin saber lo que hemos vivido”, dice Kundera.

Hay, en el núcleo fundante de nuestra cultura de masas, o mejor dicho en la transición entre el fenómeno cultural-industrial, como es el cine, hacia su destino preferencial en el seno de la cultura de masas, otra pieza que ha suscitado reflexiones por su inscripción en el tiempo presente. Se trata de Tiempos Modernos, de Chaplin. En su comentario sobre las críticas por izquierda que recibió Chaplin por esa película, Roland Barthes se dirige a un hecho puntual que es el que desató muchas descalificaciones en la época de su estreno: Chaplin no había elegido que Carlitos fuera un proletario, sino sencillamente un obrero, un hombre explotado. Usa de ese modo el tiempo presente: detiene la conciencia de clase de Carlitos en el presente en el que es observado; carece de ella; tiene miedo de las huelgas; desconfía de la organización sindical; se arrastra ante sus superiores; sueña con alimentos gigantes; lleva su disciplinamiento hasta la humillación por el miedo a perder el trabajo. “Aún es incapaz de acceder al conocimiento de las causas políticas (de su pobreza) y a la exigencia de una estrategia colectiva”, dice Barthes.

En su comentario, incluido en las Mitologías, el semiólogo francés afirma precisamente que el gran hallazgo de Chaplin fue mostrar a un simple obrero, históricamente al de la restauración y la explosión industrial, en el tiempo presente en el que fue enfocado. Carlitos no ve que lo maltratan. No ve que lo reducen ni que lo hacen miserable. Hay un sistema de producción en serie que lo aliena y lo hambrea, pero él no lo ve. Y dice Barthes que eso le permite a Chaplin jugar con el efecto del teatro de marionetas, cuando el público tiene acceso visual al malo que acecha al protagonista y que el protagonista no ve. “Ver que alguien no ve, es la mejor manera de ver intensamente lo que él no ve”, afirma.

¿A qué vienen estas sutilezas de diferentes modos de uso del tiempo presente? En principio, a indicar que eso que tiene de esquiva la conciencia del presente, contribuye a que sea reemplazada casi siempre o por ediciones del pasado o por imaginerías sobre el futuro. Ese mecanismo, que vivimos en lo profundo de nuestras psiquis, emerge como una especie de embriaguez en nuestra comprensión de la realidad. Y viene a cuento de que en eso, en la esfera del mundo público contemporáneo, ponen la mira los grandes dispositivos de desinformación y manipulación de subjetividades. La degradación del lenguaje, los modos tramposos de comunicación, las operaciones judiciales y políticas vendidas con fachada periodística, la repetición a destajo de frases hechas y envenenadas en las redes a cargo de gente paga, la abrumadora catarata de palabras de alto rango que en concreto no significan nada (libertad, república, cambio, juntos, democracia, esfuerzo, rumbo, horizonte, etc.), nos mantienen como rehenes semiológicos en una jungla verbal engañosa cuyo clímax es el slogan de María Eugenia Vidal: “Confiá, que esta vez es en serio”.

La campaña, que es la época de promesas por excelencia, encuentra al oficialismo necesitado de exhibiciones de fuerza, que es lo único exhibible dado el desastre económico, la falta de garantías constitucionales y la ruptura de contratos sociales, que van desde haber mentido sin parar, hasta producir escenas de represión para lograr “carácter electoral”. Pero incluso prometiendo ahora un país sin piqueteros ni juicios laborales ni calles cortadas, Cambiemos propone algo que es incapaz de cumplir, tanto como la pobreza cero y tanto como que nadie iba a perder nada de lo que tenía. Esas promesas de la derecha, esos mundos felices sin pobres que ensucien las postales ni extranjeros que ocupen los puestos de trabajo que no existen, pertenecen a la imaginería que no se hace realidad en ningún país del mundo. Lo veríamos si los medios no fueran una corporación más entre otras. Hay resistencia en todas partes. Hay revulsión y represión y avasallamiento. Y hay reorganización y reintento. Y siempre será así, porque las vidas reales de las personas comunes y corrientes transcurren en ese tiempo presente que, aunque nos es esquivo, aunque no podamos retener sus palabras ni replicar con exactitud sus sucesos, contiene nada menos que la única verdad.

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