Fidel es uno de los grandes hombres de la historia. Y un gran hombre lo es por su legado, por el arquetipo que encarna, por el símbolo del que puedan apropiarse las generaciones posteriores a su paso por el mundo. El hombre que acaba de morir es, ante todo, el símbolo de cómo lo infinitamente improbable puede ganar el lugar de lo posible y hacerse realidad.

Nadie esperaba a mediados del siglo XX una revolución triunfante en América Latina, a pocas millas de la sede del poder imperial de la época, que proclamara a los cuatro vientos la bandera del antiimperialismo. Nadie podía esperar que en esas latitudes esa revolución encarnara el signo de la época, el socialismo y el comunismo; nada menos que en el tiempo de la guerra fría, nada menos que en la región donde los pactos que finalizaron la segunda guerra establecían el dominio incompartido de Estados Unidos. Más imposible que el triunfo pareció siempre su extensión en el tiempo, envuelta en el clima apocalíptico de su época, la del equilibrio del terror entre las dos grandes superpotencias. Si hubo un instante de la historia de la humanidad donde la hipótesis de que el planeta estallara por los aires se hiciera urgente amenaza, ese instante tuvo su sede en Cuba cuando en 1961, Estados Unidos estuvo a pocos minutos -según muy bien informadas fuentes históricas- de poner en acción todo el potencial destructivo de las armas nucleares, cuando la Unión Soviética instaló sus cohetes en la costa del territorio cubano.

La Cuba de Fidel se sostuvo firme, desafiante y estimulante para los pueblos del mundo en las circunstancias más críticas de la historia del siglo pasado. Lo que había nacido como una revolución democrática, legitimada por el odio popular al tirano Batista devino referencia universal para los revolucionarios. A tal punto que muchos creyeron oportuna la construcción de un nuevo manual de operaciones revolucionarias sostenido sobre una caricatura de la revolución de Fidel y estimularan la convicción de que las revoluciones populares nacen de la retórica de las armas por encima de cualquier singularidad histórica, cultural y política del pueblo en el que pretendieran triunfar. Fidel y su gran obra histórica, la revolución cubana, no pudieron ser nunca absorbidos por los usos de la moda intelectual y política; sobrevivieron en el tiempo y guardan aún hoy su frescura porque representan el lugar de lo que no puede ser calculado ni contenido, de aquello que crece de abajo, de lo que se forma en la dialéctica entre los pueblos y sus líderes, irreductible a cualquier prescripctiva de aparatos o academias.

El triunfo de lo que es infinitamente improbable es el legado político y simbólico de Fidel, a través de su obra. Cuando cayó el muro de Berlín y se disgregó la Unión Soviética, todas las cartas astrales ideológicas y geopolíticas coincidían en la proximidad del derrumbe revolucionario cubano. Era demasiada la conjunción de circunstancias que se conjuraban en su compra: la soledad de la revolución contra lo que devino la única superpotencia dominante, un neoliberalismo triunfante en el mundo, la avidez de las grandes corporaciones globales por liquidar cualquier interferencia a la nueva utopía de los mercados libres en escala planetaria, el desánimo y la confusión de las fuerzas que apoyaban a la revolución en el contexto de una derrota de escala y profundidad impensable pocos años atrás. Cuba y Fidel, Fidel y Cuba resistieron. Fueron años duros y complicados en los que la solidaridad de los pueblos, su repudio incondicional al bloqueo económico norteamericano de la isla fueron el casi único apoyo en tiempos en que gobiernos como los de Menem y De la Rúa se alineaban de modo servil con las políticas yanquis, contrariando tanto la tradición histórica de Perón, cuando decidió en 1973 la reanudación de relaciones con Cuba, como la de Yrigoyen en los tiempos de la primera revolución de Sandino en Nicaragua.

Cuba, con Fidel al frente, resurgió como actor regional relevante en los tiempos de Chávez, Lula, Correa, Evo, Néstor y Cristina. Cuando ya no estaba sola. Cuando fracasó el ALCA y se impusieron nuevos proyectos de integración regional, orientados a potenciar las soberanías nacionales y no a disolverlas en el mundo sin fronteras del libre comercio. Los argentinos tenemos en nuestra retina la imagen de Fidel frente a las escalinatas de la Facultad de Derecho de la UBA, la imagen de un líder humanista en el ocaso de sus fuerzas humanas y en el apogeo de su percepción de los enormes peligros y las difíciles perspectivas del mundo en el comienzo del nuevo siglo. Vimos y escuchamos a un Fidel que ya en los últimos años anteriores había traspasado su condición de líder revolucionario cubano y latinoamericano para elaborar una visión profundamente humanista y profundamente ecuménica de la crítica al capitalismo, en la que se fundía el rechazo de la explotación social y nacional y de la guerra imperialista con la crítica del consumismo, la agresión a la naturaleza y la insensibilidad frente al dolor de los demás. Todo un legado filosófico y programático: a Fidel lo sobrevive un mundo más inestable y peligroso todavía que aquel en el que nació y creció su revolución. Igual que entonces no hay que esperar que las letras frías de la teoría y las verdades de aparatos endogámicos abran los caminos de una superación de la crisis civilizatoria en la que vivimos. Es necesario fortalecer a los pueblos y a sus liderazgos transformadores contra la manipulación, la mentira, el cinismo y la impunidad de los dueños de la tierra. Una vez más, como enseñó Fidel, hay que creer en lo que se considera imposible y saber convertirlo en realidad.

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