En tiempos de la avalancha neoliberal, la Argentina vio desaparecer a miles de hombres y mujeres y ese crimen de lesa humanidad sirvió para otra desaparición: la del Estado de bienestar.

El tipo de Estado que se había consolidado en la posguerra era el producto de la alianza práctica entre el sector de la burguesía interesado en desarrollar el mercado interno y la clase trabajadora emergente del proceso de sustitución de importaciones que había comenzado antes del surgimiento del peronismo. Ese Estado sobrevivió al golpe de 1955 y perduró, con altibajos, hasta 1976. La dictadura cívico militar fue el ariete para quebrar al bloque histórico que se había realizado estatalmente en 1945 y el genocidio se coronó con la premisa de Martínez de Hoz: “Achicar el Estado para agrandar la Nación”.
Pero no hubo tal achicamiento ni, mucho menos, la Nación se agrandó. El Estado pasó a ser el garante del proceso de valorización financiera del capital y sus paulatinas transformaciones fueron acompañando los profundos cambios estructurales que el nuevo bloque de poder desplegó en el conjunto social. La ola de privatizaciones menemistas consumó aquello que la aguda desindustrialización prefiguraba: el Estado dejaría de ser productor e inversor, abandonaría por completo toda y cualquier función social y, de lleno, se volcaría a promover y reproducir la moral impuesta por el bloque dominante, esto es, la primacía del mezquino interés privado por sobre el interés público y éste, a su vez, mediante una formidable operación ideológica, pasó a ser sinónimo de interés estatal. Así, lo público connotaba lo burocrático, lo decadente, lo elefantiásico de un Estado que ya había sucumbido pero que era imperioso borrarlo de la conciencia social y ciudadana que lo había parido cuatro décadas atrás. Fue el tiempo de Doña Rosa, ese personaje supuestamente popular ideado por Bernardo Neustadt, que despotricaba contra todo lo que oliera a Estado y ensalzaba el pretendido eficientismo de las antiguas empresas estatales ahora privatizadas a precio de verdurita. Fue también el tiempo de ese otro personaje actuado por Antonio Gasalla: la empleada estatal vaga, autoritaria, irrespetuosa y acomodaticia, siempre presta a justificar con su actitud lo bien que hacía el gobierno en echar a más de medio millón de trabajadores públicos. Ésas y otras operaciones ideológicas fueron comandadas desde el propio Estado, toda vez que la usina granmediática pasó a ser una prolongación del aparato estatal en su función de moralizar a las más amplias capas de la población con la lógica dominante. El sentido común fue el blanco preferido de esa prolongación del Estado en la canales televisivos privados, en la diarios y revistas que habían aplaudido el golpe terrorista de 1976 y que ahora se solazaban con la descentralización provincial y municipal de la salud y la educación, con la relaciones carnales con el Norte superdemocrático y con la entrega de casi todo el patrimonio nacional de los argentinos. No pasaría mucho tiempo hasta que Domingo Cavallo mandara a los científicos a lavar los platos, se desguazaran los astilleros y la CNEA y en ese carnaval de espanto los sectores medios danzaran ingenuamente al compás del “Deme dos”.
Pero mientras todo ese proceso de destrucción avanzaba, mientras el Estado crecía en su papel de garante de negocios para la oligarquía diversificada, los vilipendiados trabajadores estatales oponían una tenaz resistencia. Fueron ellos los que sostuvieron la bandera de la función social del Estado cuando una parte más que significativa de la sociedad –y la mayoría de los políticos- se enjuagaba la boca antes y después de hablar del Estado. Empujados a la farsa del “retiro voluntario”, diezmadas sus filas hasta límites inimaginables, los estatales supieron trazar con dignidad y coraje la ruta que más tarde emprenderían millares de desocupados a la luz de los fogones ruteros y al calor solidario de las ollas populares en los piquetes. Administrativos, científicos, mineros, enfermeros y médicos, docentes, judiciales, aeronáuticos, mercantes, profesionales y técnicos, maestranzas, soldadores navales, telefónicos, ferroviarios y tantos otros, no se amilanaron. Fue el tiempo de las “marchas flacas” –como las bautizara el inolvidable Germán Abdala- pero también fue el tiempo de la Marcha Federal, la Carpa Blanca, la toma del Instituto Malbrán, la Marcha de las Probetas del Conicet, verdaderas expresiones de una conciencia resistente que el neoliberalismo jamás consiguió domesticar y que llegaría a su ápice con la Marcha Grande en el 2000 y con la constitución del Frente Nacional contra la Pobreza, en las vísperas mismas del estallido de diciembre de 2001.
Es de toda justicia reconocer hoy el papel cumplido, en esos años duros, por los trabajadores estatales en su conjunto. Y resulta imperioso hacerlo porque los cambios que han ocurrido y vienen ocurriendo desde la presidencia de Néstor Kirchner, conllevan una resignificación social de la función del Estado que, al cabo, es posible rastrearla en la tozudez indómita de aquellas luchas. Y también a partir de ellas es posible ratificar –a despecho de todas las teorías liberales- que el Estado no es un control remoto susceptible de ser accionado por quien ocasionalmente lo tenga a mano. El Estado es una condensación de las relaciones de fuerza que existen entre los intereses que están en pugna en la sociedad y estas relaciones no se miden sino en la totalidad social. Las confrontaciones que no cesan de plantear las grandes corporaciones y aun los profundos bolsones de privilegios y desigualdades que subsisten en la actualidad, no desmienten que el Estado ha venido recuperando, al compás de las modificaciones de aquellas relaciones de fuerza, una parte de las funciones amputadas durante la hegemonía neoliberal.
Entretanto, el sostenimiento y ampliación de esas funciones recuperadas depende, hoy más que nunca, del compromiso, dedicación y profesionalidad del personal estatal. En estas circunstancias, cruciales para un modelo de sociedad fundado en la igualdad, resultaría gravísimo que para aproximar a ese modelo, se hiciera pagar a justos por pecadores. La perversa relación establecida por el Estado neoliberal con sus trabajadores –negándoles paritarias, pagándoles con sumas no bonificables, contratándolos por temporarios cuando realizan tareas permanentes- ha generado, es verdad también, franjas con absurdos privilegios como en el caso de los jueces. Pero remover estas lacras persistentes del pasado no puede llevar a empeñar el futuro, justo ahora que, al revés de Martínez de Hoz, es imprescindible agrandar el Estado para liberar la Nación.-

Carlos Girotti Sociólogo, Conicet. 4 de enero de 2012. ARTÍCULO PARA DIARIO BAE

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