En el atardecer del martes 15 de agosto de 1972, los jefes de las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias), del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) y de Montoneros –Marcos Osatinski, Roberto Quieto, Roberto Santucho, Domingo Menna, Enrique Gorriarán Merlo y Fernando Vaca Narvaja– volaban hacia la ciudad chilena de Puerto Montt en un avión secuestrado, tras la fuga del penal de Rawson. Los acompañaban cuatro guerrilleros que habían servido de apoyo externo a la evasión –Carlos Goldemberg, Ana Wiesen (ambos de las FAR), Víctor Fernández Palmeiro y Alejandro Ferreyra Beltrán (ambos del ERP). En tanto, otros 19 evadidos quedaban varados en el aeropuerto de Trelew.

Para el presidente chileno, Salvador Allende, el asunto fue sumamente embarazoso, puesto que estaba cercado por la política del bloqueo impulsada por Estados Unidos. Debido a ello, entorpecer las relaciones con Argentina, gobernada por el teniente general Alejandro Agustín Lanusse, era un lujo que no se podía permitir. De manera que sus opciones eran dos: acceder al pedido de extradición solicitado por la dictadura local o concederles a los guerrilleros el asilo y un salvoconducto para viajar a Cuba, como ellos pedían.

Mientras tanto, permanecían alojados en una sede policial de Santiago.

En semejante contexto, llegaron a Chile sus abogados Gustavo Rocca, Mario Amaya y Eduardo Luis Duhalde. Era la mañana del 22 de agosto.

Entonces trascendía que, en la base naval Almirante Zar de Trelew, los otros 19 guerrilleros habían sido fusilados. Se trataba de Rubén Pedro Bonet, Jorge Alejandro Ulla, José Ricardo Mena, Humberto Segundo Suárez, Mario Emilio Delfino, Humberto Adrián Toschi, Miguel Ángel Polti, Alberto Carlos Del Rey, Eduardo Adolfo Capello, Clarisa Rosa Lea Place, Carlos Heriberto Astudillo, Alfredo Kohon, María Angélica Sabelli, Susana Lesgart, Mariano Pujadas, Ana María Villarreal de Santucho (esposa del líder del ERP), María Antonia Berger, Alberto Miguel Camps y Ricardo René Haidar. Los últimos tres lograron sobrevivir a sus heridas.

“La situación no pudo ser más dramática”, diría Duhalde, a 39 años de los hechos, con los ojos clavados sobre una fotografía enmarcada, durante una conversación con quien esto escribe.

La escena transcurría en su oficina del edificio de la calle 25 de Mayo, desde donde comandaba la política de derechos humanos del gobierno. Allí, en esa habitación atiborrada con retratos, afiches y libros, él solía matizar esa tarea con inolvidables tertulias. Ahora, sus dedos recorrían aquella fotografía; era una imagen agrisada con tres siluetas: la suya –peinado a la gomina, con bigote y sin barba–, junto a las de Quieto y Osatinsky en el Chile de entonces.

Y prosiguió con su relato, ubicándolo en ese martes, cuando tuvo que comunicar la maldita noticia a los fugados. “Ellos –dijo– estaban en un salón amueblado con una mesa muy larga. Robi (como todos llamaban a Santucho) estaba sentado en la cabecera. Yo, como pude, les informé sobre la masacre, antes de enumerar los nombres de los muertos. Cada uno reaccionó de manera diferente. Hubo gritos, llantos y puteadas. Robi puso sus brazos sobre la mesa, los cruzó para apoyar la cara y quedó así por más de dos horas, sin pronunciar una sola palabra. Quedó como petrificado, mientras, a su alrededor, los gritos llenaban el cuarto. Pocas veces vi una escena tan desgarradora. Aún hoy no sé que fue más conmovedor: si el llanto y los gritos o el silencio petrificado de Santucho”.

En medio de tales circunstancias, la incertidumbre acerca de sus propios destinos se prolongaría hasta el viernes.

“Todo se resolvió de una manera asombrosa, durante un almuerzo en La Moneda con Allende y su gabinete en pleno –contaría Duhalde–. Porque, a los postres, él tomó la palabra. Su cara irradiaba una seriedad ambigua. Entonces, dijo: ‘Chile no es un portaaviones para que se lo utilice como base operativa. Porque Chile es un país capitalista con un gobierno socialista. Y para mí todo es realmente muy difícil’. Rocca, Amaya y yo nos hundíamos cada vez más en nuestras sillas. Y Allende, después de un instante silencio que pareció eterno, continuó: ‘La disyuntiva es devolverlos o dejarlos presos’. Únicamente atiné a desviar la mirada hacia Rocca; ambos habíamos palidecido. En aquel instante, Allende fundió un puñetazo sobre la mesa con la siguiente frase: “¡Pero este es un gobierno socialista, mierda, así que esta noche los muchachos se van a La Habana!’. Así lo dijo”.

Operación Masacre

En paralelo, la dictadura de Lanusse afirmaba que la matanza había sido fruto de un segundo intento de fuga. Y hasta esgrimía un detalle: el presunto ataque de uno de los guerrilleros recapturados –Pujadas– a un capitán de corbeta para arrebatarle el arma.

En ese argumento estaba cifrada la versión oficial y fue difundida por el jefe del Estado Mayor Conjunto, contralmirante Hermes Quijada, a la vez que se prohibían las informaciones provenientes de “organizaciones subversivas” que pusieran en duda la palabra del gobierno.

Esto no evitó que los sobrevivientes relataran lo que realmente sucedió. Así se supo que el capitán de corbeta se llamaba Luis Emilio Sosa y que, lejos de ser agredido, encabezó los fusilamientos. Lo secundaba el teniente Roberto Guillermo Bravo, el cabo primero Carlos Amadeo Marandino y el cabo Emilio Jorge Del Real, quienes actuaban con el visto bueno del cabecilla de la unidad, capitán Rubén Norberto Paccagnini. Y éste había recibido instrucciones en tal sentido del contralmirante Horacio Mayorga. Concluida la masacre, entró en escena el oficial Jorge Bautista, cuyo rol fue falsear las actas para así encubrir a los matadores.

Bravo era particularmente bestial. Ya en su primera guardia ordenó que sacaran a los presos para que comieran de a uno, con soldados apuntándoles y fijando para ello un límite de cinco minutos.

Aquella vez, pensó en voz alta:

– ¡Si seremos boludos! En lugar de matarlos los estamos engordando.

El tipo buscaba incesantemente excusas para el “verdugueo”. Semejante tratamiento consistía en baldazos de agua fría a los presos (bajo la temperatura invernal del sur); los obligaba a pararse, apoyando la punta de los dedos contra una pared por un tiempo prolongado; les ordenaba que hicieran cuerpo a tierra de espaldas, además de impedirles dormir. A tal efecto, el teniente recorría las celdas y, si sorprendía a alguien cabeceando, lo molía a patadas.

Con Pujadas tenía una saña particular. Le hacía barrer el piso desnudo.

– ¿Hace frío? –preguntaba, antes de largar una carcajada.

El 22 de agosto, despertó a los presos durante la madrugada.

–Ya van a ver lo que es meterse con la Marina. Ya van a ver lo que es el terror antiguerrillero –les advirtió.

Entonces los hizo salir de los calabozos, e impartió una orden que nunca antes habían dado:

– ¡Mirar al piso!

La primera ráfaga de ametralladora impactó en la hilera derecha. Luego hubo otra lluvia de balas gatilladas con otras armas. Por último, entre quejidos agónicos, Sosa y Bravo, con sus pistolas en la mano, recorrieron el pasillo de punta a punta para dar los tiros de gracia.

En los días sucesivos hubo manifestaciones en las principales ciudades del país. Y más de 60 bombas fueron colocadas en señal de protesta.

A fines de 1972, los jefes guerrilleros refugiados en Cuba habían vuelto clandestinamente al país.

El 30 de abril del año siguiente, Fernández Palmeiro –ya en la cúpula de una facción disidente del ERP– ajustició desde una motocicleta, en la esquina de Cangallo y Junín, al marino Quijada por haber sido el vocero mendaz de la masacre. Pero él fue herido de muerte.

Mientras tanto, los asesinos materiales de Trelew se encontraban a buen resguardo. Es que habían sido alejados del lugar de los hechos inmediatamente después de ocurridos. De modo que Sosa, Bravo y Marandino fueron a parar a la Agregaduría Naval de la Embajada Argentina en los Estados Unidos. Y Del Real terminó “guardado” en la base de Puerto Belgrano.

Por 36 años nada se supo de ellos.

Regreso sin gloria

El juez federal de Chubut, Hugo Sastre, firmó la orden de captura para Sosa el 8 de febrero de 2008. Pero su paradero era aún un misterio.

Cuatro días después, un grupo de policías de aquella provincia, todos de civil, fueron a un edificio de la calle Austria 2131, del barrio de Recoleta. Era el último domicilio registrado a nombre de la esposa del capitán. Allí, después de tocar el timbre de un departamento del segundo piso, los atendió un hombre joven. Y solo dijo:

–No vive acá. Le compré el departamento hace dos años.

– ¿Sabe cómo encontrarlo? –preguntaron los policías.

– ¿Por qué lo buscan?

–Está acusado por la masacre de Trelew –le explicaron los agentes.

El muchacho primero se sobresaltó, y enseguida pasó a la furia. Era hijo de desaparecidos. Los policías se retiraron con los datos necesarios como para localizar al fusilador. Y no perdieron el tiempo.

Minutos después, Sosa fue arrestado en la inmobiliaria Acher Salomón, de la avenida Pueyrredón 1317. Allí trabajaba junto con su señora.

Ese sujeto de 73 años, cuya existencia encarnaba uno de los más caros secretos de la Armada, se entregó entonces con una resignada pesadumbre. Y quedó alojado en el edificio Centinela, de la Gendarmería. Dos días después fue trasladado a Rawson.

A los pocos días fueron detenidos Del Real y Marandino. En cambio, a Bravo la vida le sonreía.

Establecido en la ciudad norteamericana de Miami, sufrió un brevísimo arresto por un pedido de extradición expedido por la Cancillería argentina, que fue desestimado por las autoridades norteamericanas. Y recuperó la libertad a cambio de una fianza de un millón de dólares. Una ganga para él.

El tipo es realmente un elegido por el American Dream. Ya retirado de la Armada, se quedó en Estados Unidos, donde contrajo enlace con una norteamericana. Desde hace años es dueño de una empresa relacionada con el ejército de ese país, la cual supo bautizar con sus iniciales –RGB Group–, que provee servicios de salud para personal vinculado a la seguridad nacional.

A mediados de 2012, los acusados de la masacre de Trelew ocuparon el banquillo de los acusados en el Centro Cultural de Rawson.

Sosa, Del Real y Marandino recibieron condenas a perpetuidad. Pero el capitán Paccagnini y Bautista resultaron absueltos, beneficio que después fue revocado por la prisión perpetua. A su vez, Mayorga fue excluido del proceso por su avanzada senilidad, antes de ir a tomar sus primeras lecciones de arpa a los 91 años.

Sosa murió de cáncer en 2016. Del Real, Paccagnini, Bautista también pasaron a mejor vida. Y a Marandino le acaban de ratificar la condena.

En cambio, al cumplirse 49 años de los crímenes, el próspero Bravo aún disfruta de la impunidad.

Publicada originalmente en: https://contraeditorial.com/masacre-de-trelew-la-condena-que-falta/

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