El 1º de Mayo, en la Feria del Libro, se conmemoró el 80 Aniversario del gueto de Varsovia, con la presencia de Hugo Yasky, Alejandra Gils Carbó, Jorge Elbaum y Carlos Girotti

El acto, que coincidió con el inesperado deceso del compañero Guillermo Wierzba, a la sazón uno de sus principales promotores, fue organizado por el Llamamiento Judío Argentino y por Asambleas Horacianas-Espacio Abierto.

En nombre de las instituciones convocantes, la presentación estuvo a cargo de Pablo Gorodneff y Aurelio Narvaja. Este último hizo un vibrante y sentido homenaje a Guillermo Wierzba, que fue reiterado por cada uno de los panelistas al inicio de sus respectivas intervenciones las que, a su turno, destacaron los diversos aspectos de la trayectoria militante del compañero fallecido.

Aunque las disertaciones merecerían, cada una, una mención específica por sus valiosos aportes, transcribimos a continuación la ponencia del compañero Jorge Elbaum por reunir prácticamente los principales conceptos expresados por los demás.

Intervención de Jorge Elbaum.

¿Cómo pensar, transmitir y conceptualizar un evento de estas características a 80 años de los sucesos? Creo que, prioritariamente, debe ser abordada en clave de presente y de futuro. Nosotras y nosotros no recordamos para pulir bronces; para ordenar la memoria mustia que convierte el pasado en una reminiscencia ajena a toda enseñanza de presente.

Nosotras y nosotros traemos al presente el levantamiento de los judíos del gueto de Varsovia para advertir que lo sucedido hace ocho décadas puede volver a suceder. Y que debemos formarnos en el espíritu de Mordejai Anilevich para –llegada la ocasión– volver a enfrentar el mal supremo

Anilevich había escapado de Polonia cuando los nazis entraron allí. Se refugió en territorio soviético, en Lituania, antes de que ese territorio fuese también invadido por las huestes hitleristas. Sin embargo regresó a Varsovia. Volvió a Polonia en 1940 con su novia Mira Fuchrer para organizar la resistencia. En el verano de 1942, Anilevich se encontraba en Alta Silesia-, intentando organizar a las fuerzas defensivas judías.

Cuando regresó a Varsovia, descubrió que durante su ausencia había ocurrido una deportación masiva de judíos al campo de exterminio de Treblinka, y solo 60.000 judíos de los 350.000 originales aún permanecían en el Gueto. Fue nombrado entonces comandante en jefe, dentro del Gueto de Varsovia.

A inicios de 1943, estableció comunicación con el Armia Krajowa, el Ejército Territorial Polaco y logró conseguir algunas armas con las que se dispuso a enfrentar a la Wermacht. El 18 de enero de 1943, los nazis planearon la última deportación de los judíos del gueto hacia diferentes campos de exterminio.

La revuelta se desarrolló entre el 19 de abril y el 16 de mayo de 1943 y durante ese mes lograron frenar parte de la deportación y causarle muchas bajas a los nazis.
El 8 de mayo, Anilevich, su novia Mira Fuchrer, y otros combatientes se suicidaron en su búnker ubicado en la calle Mila número 18.

Pasaron 80 años y la Shoá no fue el último genocidio. Y quienes rememoramos con respeto y admiración a Anilevich, vimos y conocimos los nombres de otras y otros compañeros y compañeras que se enfrentaron con heroicidad al poder omnímodo de la muerte.

Quienes hacemos del activismo y la militancia una razón de vida, sabemos que hay memorias distantes y congeladas que buscan ser convertidas en un ritual cansado y repetitivo.

No es nuestro caso. Nosotras y nosotros nos hacemos presentes para resignificar los hechos de hace 80 años en insumos para la vida, pero sobre todo, articulables con el resto de las luchas emancipatorias humanas. Por eso nos lastima la indiferencia frente a los genocidios por goteo que se suceden por las enfermedades curables y las represiones a los pueblos. Nos interpelan todas las masacres: la de los armenios y la de los pueblos originarios. Y por esa misma razón, también, nos resulta llamativo que el mundo solo recuerde anualmente la Shoá y no hable de los 28 millones de muertos que entregó el pueblo soviético para vencer a los alemanes.

¿Por qué ese inmenso dolor, horroroso, es silenciado?
¿Por qué en la actualidad se autoriza –desde el llamado occidente– a que divisiones, batallones y milicias ucranianas lleven en sus uniformes los signos de las SS y otros emblemas nazis?
¿Por qué existe una indolencia absoluta frente al hecho de que se designe como héroe nacional de Ucrania –en el año 2018– a quien fue un militar de las SS, como Stepán Bandera, corresponsable del asesinato de un millón y medio de judíos ucranianos?

Nosotros no somos cómplices de esos silencios. Nosotros estamos encarnados en el humanismo judío de Anilevich. Esa impronta humanista es la que nos lleva a estar siempre del lado de los humillados y los perseguidos. A rememorar el genocidio que sufrimos en Argentina. El de los 30 mil compañeros y compañeras detenido desaparecidos. El que nos hace tributarios de las Madres, las Abuelas y los Hijos. El que tiene consciencia de que hubo un parentesco indudable entre las huestes hitleristas y quienes torturaban a militantes judíos en los campos de concentración locales.
Porque nos consideramos herederos del espíritu de Anilevich es que también somos sensibles al dolor del pueblo palestino que sufre la ocupación y la imposibilidad de conformar su Estado al lado de Israel, con los mismos derechos soberanos que gozan los israelíes.

El levantamiento del Gueto no fue un suceso aislado. Es parte integrante de una lucha histórica de rebeliones, insurgencias y estallidos sociales que también se hacen presentes en este 1º de Mayo, el Día Internacional de las y los Trabajadoras.
Hugo Yasky honra con su presencia esta conmemoración. Y su asistencia permite articular esta conmemoración con esa cadena de enfrentamientos que han tenido –en todas las épocas– el mismo enemigo: aquel que hace de la opresión, la violencia, la manipulación y la explotación su principio vital. Su razón para justificar su privilegio. Su pretendido estatus de creerse superiores. Su arma para dominar a las grandes mayorías populares.

Esos colectivos minúsculos –enemigos de los pueblos– se desempeñaron como esclavistas o señores feudales. Y hoy son empresarios financiarizados que se desesperan por apropiarse de la riqueza del trabajo humano. Esos grupos poderosos se creen con derecho divino para hacer dinero con el hambre de miles de millones de sus congéneres. Creen que tienen derecho para controlar o promover guerras; para evitar relaciones internacionales equitativas y respetuosas de las soberanías.

La lucha de los trabajadores es –y ha sido siempre– un enfrentamiento contra las diferentes formas de la dominación y el fascismo: tanto sea en su formato del siglo XX como las actuales.
Esos enemigos de la paz y de los trabajadores están hoy escondidos detrás de máscaras neoliberales, pseudo republicanas, supremacistas, xenófobas, misóginas, homofóbicas y racializadoras.

Los Mártires de Chicago, asesinados por impulsar la jornada de las ocho horas, al igual que las mujeres que fueron quemadas en el 8 de marzo de 1857 defendiendo mejores condiciones de trabajo, son los paradigmas de cómo los poderosos han tratado a sus víctimas, siempre en complicidad con estrados de justicia infectados de parcialidad, arbitrariedad y atropello.

Esa misma impronta judicial es la que protegió a los nazis y les dio vio libre a sus crímenes en nombre de un estado de excepción destinado a proteger, apañar y darle una cobertura institucional a la guerra, a la represión y al genocidio.
Por eso es también muy importante la presencia aquí de Alejandra Gils Carbó. Ella fue –en tanto operadora de la justica, jefa de los fiscales– una víctima de esa justicia de los poderosos.

Los aparatos de justicia y, en nuestro caso, los cuatro supremos corruptos, nunca son inocentes de los procesos de control, espionaje, estigmatización y defensa de los privilegios de la verdadera casta corporativa, empresarial, evasora y fugadora.
Eso que hoy distinguen como marco jurídico también existía mientras se procedía al genocidio de judíos, gitanos, homosexuales, discapacitados, partisanos, anarquistas, socialistas, comunistas y ciudadanos soviéticos.

En la literatura sobre la Segunda Guerra Mundial, a la justicia del Reich se la conocía como dual: mientras continuaba una –acorde al descripto como derecho consuetudinario germánico, solapada con elementos de derecho romano– se instituía otra que habilitaba el engranaje para proteger a los funcionarios nazis e invisibilizar la masacre.
Una pequeña parte de los responsables jurídicos de la Alemania nazi fueron juzgados en 1947 en un juicio específico, posterior a Nuremberg, que condenó con penas mínimas a los magistrados del nazismo, gracias a la protección del tribunal estadounidense, ya comprometido en la guerra fría: los 14 acusados recibieron penas menores y/o fueron conmutadas. En siete años, los más grandes legitimadores judiciales del genocidio ya estaban libres.

Esa justicia, asociada a los poderes concentrados, se propaga hoy con formas más burocráticas, invisibles y pretendidamente civilizadas: los herederos de esa justicia injusta se llaman a silencio frente a la impunidad que supone encarcelar a inocentes como a Milagro Sala, se hace la distraída cuando asesinan a militantes como a Santiago Maldonado y a Rafael Nahuel, y mira para otro lado cuando se protege a quienes dieron soporte y cobertura al intento de magnicidio de Cristina Fernández de Kirchner.

Conociendo las enseñanzas de Anilevich nosotros no podemos hacer silencio. No podemos ser cómplices. No estamos acá para saldar deudas con nuestra consciencia. Nosotras y nosotros estamos acá como actores colectivos que hemos aprendido de una gesta heroica que nos compromete con el presente.
Nosotros recordamos para recuperar el pulso de los combatientes y hacer lo que ellos nos pidieron: seguir batallando por los valores que los llevaron a dar la vida con heroísmo y a morir con dignidad.

Estamos acá porque sabemos que la peste –como nos relató Albert Camus en el último párrafo de su novela homónima–:
“(…) no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormida en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas”.

En abril de 1942 fue detenido por la Gestapo el militante judío Julius Fusik, quien fuera ejecutado el 8 de septiembre de 1943.
En la cárcel, antes de ser ahorcado, escribió un texto que fue recuperado por su esposa, Gusta Fucikova, para ser publicado en 1945, al finalizar la guerra. Uno de sus más recordados párrafos –con el cual homenajeamos hoy a los combatientes del gueto y a todos los que siguen luchando por un mundo más justo y más bueno, señala:

“Y lo repito una vez más: hemos vivido por la alegría, por la alegría hemos ido al combate y por la alegría morimos. Que la tristeza no sea unida nunca a nuestros nombres.”

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